lunes, 26 de enero de 2015

Resoluciones

Todavía oigo en mi cabeza nuestras voces, la mía y la de mis amigas, hablando con una profesora de inglés, que era un ejemplo de inteligencia y cercanía, en el instituto. "Parece que si no atacas tú primero te comen". Hablábamos de nuestros compañeros y desde luego no queríamos ser como ellos. Aquellas personas inmaduras tardaron años en comportase con respeto. Algunos nunca lo consiguieron. Algunos siguieron con sus miradas de recelo y repulsión hasta el mismo día de la graduación. En ese momento ya no nos importaba su opinión, nos creíamos más fuertes que ellos. Acabábamos el instituto brillando, con matrículas de honor, seguras sobre lo que habíamos elegido para estudiar en la universidad. Expectantes, con miedo, pero con ganas de empezar una nueva etapa. 

Creíamos que la universidad sería una prolongación del instituto, que las materias serían ahora más interesantes. Yo al menos, creía que la universidad, la facultad de filología de la Complutense estaría llena de profesores como mi Jesús, bohemios, abstractos, algo locos, pero amantes de la literatura por encima de todo. Que mis peores profesores serían como Carmen, aquella mujer que parecía infranqueable y que me pidió por escrito un poema que años después me pareció ridículo. Que exigía como nadie, pero era justa. Lengua fue la única asignatura que me gustó aquel curso horrible de tercero de la ESO. Pensaba que estaría bien, que me sentiría como se debió de sentir Mª Ángeles estudiando La Regenta y Bécquer en la universidad. De otro modo no podría haber acabado tan enamorada de ellos. Tenía ganas de aprender gramática, me daba pereza el latín que ya había dado tres años y ningún profesor podría enseñarme más que Rosa, -ae, pero haber cogido árabe como lengua extranjera me animaba mucho -siempre pienso en las lenguas como una vía de escape-. 

Madrid fue un caos para mí, la universidad fue un caos para mí. Coger un autobús a las siete menos veinte de la mañana cada día para estar en clase a las ocho y media fue una desesperación, un cansancio inabarcable. El profesor de gramática resultó un ser insoportable, cansado, triste y viejo. No dio clase, leyó sus apuntes todo un cuatrimestre y me plantó un nueve por vomitarle la gramática de la RAE en el examen. La profesora de Retórica resolvió ser una bruja irrespetuosa, que exigía más de lo que daba. No es que fuese una mala profesora (solo) sino que ni siquiera sabía respetarnos como personas. Hubo algo más de luz otras veces. La becaria de Crítica literaria me salvó la asignatura. La profesora de literatura nos acogió con el calor que necesitas el primer cuatrimestre en el frío invierno complutense. La profesora de fonética y fonología nos apretó para luego ponernos notaza, lástima que su colega de lingüística considere que su método y Navarro Tomás quedaron anticuados y sepultados para siempre. También estuvo el Cid; Nada, de Carmen Laforet, La dama duende, las jarchas y cantigas, Jorge Manrique y las Luces de Bohemia alumbrándonos el camino.  El curso acabó y sobreviví. Y conseguí, pese a todo, llevarme un buen recuerdo de aquel primer año de universidad.

Este año me hice una promesa: todo debía ser distinto. Después de luchar infitamente contra ese engendro llamado Sepulvedana, conseguí el objetivo principal: vivir en Madrid. Y di otra oportunidad a la universidad, no podía ser tan mala. O eso creía. Esta mañana he venido llorando a casa de una tutoría con un profesor de lingüística. Solo le faltó insultarme. Discúlpeme usted por no saber que los adjetivos nunca (JAMÁS) pueden ser complementos sino modificadores. Discúlpeme por eso, interceda por mí ante Jakobson, Humboldt y un montón de gente más que me importa un pimiento. Pero yo a usted no le consiento que me hable como si fuera un despojo. Soy una persona. Suspéndame si le apetece, me da igual (relativamente), pero no se atreva a insultarme ni a descalificarme porque no sabe nada de mi vida y usted no es nadie para juzgar.

Ahora, a un día de empezar los exámenes del primer cuatrimestre del segundo año de carrera me doy cuenta de que esos compañeros que no te dejaban avanzar como tú querías, que te obligaban a modificar tu conducta por sus acciones no eran sino una metáfora de la vida. Que la vida es eso que te pincha por todas partes y nunca sabrás de dónde viene la estocada. En este momento me pregunto, ¿qué he de hacer? El instituto lo superé siendo yo misma, creyendo en que yo podía más que esos compañeros malvados a los que les hubiera gustado vernos caer. Yo pude más que esa gente que nos desdeñaba en los grupos de educación física y que solo nos hablaba para explicarles Platón. ¿Qué hago ahora? Soy yo misma -sin saber si quiera lo que eso significa- o me amoldo, cambio de forma para resistir esos golpes que vienen de todas partes. Debería seguir siendo yo, idealista, ingenua, antes buena -ahora cada vez me sorprendo siendo peor persona-; o debería dejarme ir, convertirme en una sombra de lo que fui para ser estoica, abstracta en otro sentido. Ser fuerte y no dejar que nada se interponga entre lo que quiero y yo.

Cada vez veo más lejana la posibilidad de crecer, de ser fuerte y a la vez ingenua. De confiar sin que me duela la vida fallar y que me fallen. De querer por querer, de soñar por soñar. El otro día pensé sin querer pensarlo que tal vez era mejor no esperar nada y que me sorprenda lo bueno a llevarme otra desilusión. No sé si es bueno o malo. Solo sé que la Berta que una vez fui, aquella que soñaba despierta y sabía lo que quería en cuarto de la eso, en bachillerato, jamás hubiera pensado eso.

Solo sé que si alguna vez yo no hubiese sido como fui: idealista, ingenua, trabajadora, cabezota, confiada y soñadora no habría llegado hasta aquí. No estaría en esta cama de 1'35 dilucidando antes de ponerme a estudiar. Si la Berta de ahora tuviera que recorrer todo lo que recorrió la otra se hubiese echado a llorar primero. Y luego hubiera visto.


Deseadme suerte, tendré que pedirle que me eche una mano.